Hubiere cosa peor que una mujer ambiciosa, que un hombre avaro... Ambición y avaricia sinonimizan un “deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama”. Exclusivo anhelo antes de los hombres; hoy, también de algunas mujeres, a las que les hubiere llegado, no por méritos propios, sino por delegación del poder, el honor ambicionado, sin que honraren la ambición lograda.
“Quien todo lo quiere, todo lo pierde”, dice el viejo refrán. La mujer ambiciosa es leal solo con quien le otorgó el honor de su ambición, mientras aquél ostente la soberanía delegada del poder ambicionado. Ya decía Cervantes que “poca o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero”.
La ambiciosa en el poder ambiciona más poder, bajo la influencia que le otorgare el propio, para atesorar más poder. No busca, ni con su ambición ni con su poder, el beneficio de los más, sino el de los suyos, porque su ambición niega en su pasión el honor de su propia ambición, sin rendir los honores debidos a la ambición lograda. Ebria de poder, la ambiciosa se alía con los diablos de su propia ambición; jamás con los siervos a quienes negare por orgullo, celos o envidia, los honores de su ambición.
Cree la ambiciosa que su “ardiente deseo” no fenecerá nunca si se rodeare de siervos, esclavos de su ambición y poder; pero más dura será la caída cuando constate que los siervos no la sirvieron con lealtad, sino por obediencia debida; y que los criados que no quiso para sí serán los únicos que lo lamenten, aunque para ellos no hubiere pizca alguna de la bondad de su corazón, si lo tuviere humano.
Érase una vez una mujer que, ya en el poder, manifestó que de ese tren “jamás se bajaría, una vez subido a él”. Despedida por el revisor general, cuando llegó el día de su caída, los que creía amigos, celebraban su apeadero como si fuere su propia victoria; a quienes tuvo por adversarios, mantenían un respetuoso silencio meditabundo sobre la levedad del ser humano. A los primeros les dedicaba sonrisas y palmeos; les dejó hacer, sin que poco hicieren; a los segundos, les maltrató de palabra y obra, como los malvados hombres hacen con ellas mismas. Nadie lloró su pérdida; la mayoría se alegró en su despedida. Perdió esa mujer el tren del que nunca se iba a bajar por su propia ambición desmedida, que cegó sus ojos y el corazón que no tuvo para sus leales, sino para los adversarios que fue incapaz de ver en su camino, porque ni siquiera a sus siervos le otorgó el don de la palabra.
La ambiciosa congrega a más enemigos que amigos porque, a quienes cree amigos, serán sus mayores adversarios el día de mañana; y a quienes vio como enemigos, advertirá que fueron sus aliados. La ceguera de la ambición confunde sus olores y sabores, porque “ambiciona el honor, no honra la ambición”. La ambición mata la propia amistad de quien se sirve de ella, pero no la sirve cuando se la necesitare. La amistad ambicionada solo por la propia ambición no servirá más que en tiempos de vacas gordas, nunca de las flacas, porque la preeminencia del poder de la ambición anula aquélla, arrastrándola hacia el abismo de las debilidades humanas.
No tiene cuotas la ambición femenina, que se apoyare sobre sí misma, pero no por las migajas que hoy le otorgaren los avaros hombres que históricamente se la negaron. La ambición puede ser plural, pero es singular en la manifestación de quien la personifica y la hace suya no como servicio público, sino como simple medro personal. No extrapola la mujer ambiciosa el vicio con que se viste, sino en los vestidores exclusivos de la ambición del poder, allí donde quedará un día inhumada la ambición misma que no honró su propia ambición. Como los hombres que un día le negaron su legítima ambición: la de ser su compañera y no sierva; la de amiga y no esclava.
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