¿Habríamos de calificar como “corruptelas” la mano de Dios de Maradona”, o aquella con la que el futbolista internacional francés Henry se ayudó dos veces para pasarle el balón a su compañero, que marcó el gol decisivo para clasificarse para el Mundial de Sudáfrica? Pues sí, de acuerdo con la definición del Diccionario de la Academia, que la define como “la mala costumbre o abuso, especialmente los introducidos contra la ley”. No hubiere quizás el fútbol código de buenas prácticas, pero sí unas reglas que fijaren la buena conducta que ha de observarse en el terreno de juego por parte de los jugadores que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo. El propio Henry se autoinculpó y manifestó que “lo mejor sería repetir el partido”, a la búsqueda de la limpieza objetiva que ni el juez de la contienda ni sus ayudantes vieren en una acción a todas luces punible.
No pueden mezclarse y confundirse la prevaricación y la corrupción, porque no son términos de igual calificación penal, ni mucho menos generalizar la conducta punible de unos cuantos funcionarios o políticos que la cometieren que, en todo caso, constituyen la excepción a la regla y no la regla por extensión.
Bien claro lo puso de manifiesto el pasado viernes el secretario provincial del PSOE, Juan Ramón Ferreira, al recordar el principio constitucional de presunción de inocencia, base del Derecho Penal, y al advertir que no debe utilizarse el término ”corrupción” de manera generalizada “porque no todos los delitos e imputaciones pueden ser clasificados como corrupción”. Ni todos los funcionarios o políticos, sean del signo político que fueren, son corruptos ni prevaricadores, sino que constituyen la excepción a la regla. No pudiere llamarse a Maradona ni a Henry “corruptos” por el uso de sus manos en el juego, privilegio que la normativa del fútbol solo otorgare al portero, aunque hubieren cometido una corruptela contra las normas, como tampoco puede generalizarse lo que, afortunadamente fuere una excepción y no la regla: la prevaricación y corrupción, una acción reprobable y punible en funcionarios públicos y políticos, si los hechos de los que fueren acusados se probaren ante un tribunal.
Si los jueces del partido no vieren la falta, no quiere decir que no existiere, porque la televisión no engaña; pero la hubo y no se castigó como debiere, porque ni el árbitro ni sus ayudantes la observaren. Lo mismo ocurre con los políticos y funcionarios por más que algunos se empeñen en airear más de la cuenta la excepción a la regla, que puede inducir a los ciudadanos no advertidos, como a los árbitros del partido Francia-Irlanda, a confundir churras con merinas y a pensar, “sensu contrario”, que todos fueren unos corruptos.
Prevaricar es cometer un delito de prevaricación. Sustantivamente, es el delito consistente en dictar a sabiendas una resolución injusta una autoridad, un juez o un funcionario, mientras que la corrupción es definida por el Diccionario de la RAE no solo como la acción y efecto de corromper, sino en otra acepción que viene al caso, “en las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios públicos de aquellas en provecho económico o de otra índole de sus gestores”. Como recalcara Ferreira, “la corrupción es el mal uso público del poder político para conseguir ventajas ilegítimas, generalmente secretas y privadas, que es lo contrario a la transparencia política”.
No pueden mezclarse y confundirse la prevaricación y la corrupción, porque no son términos de igual calificación penal, ni mucho menos generalizar la conducta punible de unos cuantos funcionarios o políticos que la cometieren que, en todo caso, constituyen la excepción a la regla y no la regla por extensión.
Bien claro lo puso de manifiesto el pasado viernes el secretario provincial del PSOE, Juan Ramón Ferreira, al recordar el principio constitucional de presunción de inocencia, base del Derecho Penal, y al advertir que no debe utilizarse el término ”corrupción” de manera generalizada “porque no todos los delitos e imputaciones pueden ser clasificados como corrupción”. Ni todos los funcionarios o políticos, sean del signo político que fueren, son corruptos ni prevaricadores, sino que constituyen la excepción a la regla. No pudiere llamarse a Maradona ni a Henry “corruptos” por el uso de sus manos en el juego, privilegio que la normativa del fútbol solo otorgare al portero, aunque hubieren cometido una corruptela contra las normas, como tampoco puede generalizarse lo que, afortunadamente fuere una excepción y no la regla: la prevaricación y corrupción, una acción reprobable y punible en funcionarios públicos y políticos, si los hechos de los que fueren acusados se probaren ante un tribunal.
Si los jueces del partido no vieren la falta, no quiere decir que no existiere, porque la televisión no engaña; pero la hubo y no se castigó como debiere, porque ni el árbitro ni sus ayudantes la observaren. Lo mismo ocurre con los políticos y funcionarios por más que algunos se empeñen en airear más de la cuenta la excepción a la regla, que puede inducir a los ciudadanos no advertidos, como a los árbitros del partido Francia-Irlanda, a confundir churras con merinas y a pensar, “sensu contrario”, que todos fueren unos corruptos.
Prevaricar es cometer un delito de prevaricación. Sustantivamente, es el delito consistente en dictar a sabiendas una resolución injusta una autoridad, un juez o un funcionario, mientras que la corrupción es definida por el Diccionario de la RAE no solo como la acción y efecto de corromper, sino en otra acepción que viene al caso, “en las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios públicos de aquellas en provecho económico o de otra índole de sus gestores”. Como recalcara Ferreira, “la corrupción es el mal uso público del poder político para conseguir ventajas ilegítimas, generalmente secretas y privadas, que es lo contrario a la transparencia política”.
No hemos de llevarnos a la cabeza, como los irlandeses, por su injusta condena a no disputar el Mundial de Fútbol de Sudáfrica, ante hechos probados, pero juzgados irremediablemente por no ser vistos por quienes hubieren autoridad para ello “in situ”. Ni hubiéremos de generalizar un mal que, aunque a todos nos afectare, fuere culpa de unos y no de todos; ni fuéremos quiénes para condenar a quienes, todavía, son inocentes, mientras no se demuestre lo contrario; ni condenar a quienes no han sido condenados, como muchos se han permitido condenar al pueblo entero de Torreorgaz injustamente; ni generalizar por extensión unos presuntos delitos como si todos fuésemos cómplices o coautores. Ni un partido político, que tiene por máxima demostrada la honradez, como el PSOE, puede ser condenado de antemano porque algunos de los suyos cometieren tales pecados, porque en ellos hubieren su penitencia, antes por el propio partido que por la Justicia misma cuando probare los hechos por los que se les imputan o fueren investigados. Como afirmara Ferreira, “el principio de inocencia o presunción de inocencia es un principio jurídico penal que establece como regla la inocencia de la persona”. Todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario, y “el que esté libre de pecado, que tiene la primera piedra”, como recordábamos ayer.
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* Artículo publicado en Extremaduaraldia el día 22-11-2009
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