miércoles, 7 de julio de 2010

EL SUEÑO INACABADO DE “LA ROJA”

En principio fue la fantasía de un sueño. Dormíamos y en ella representábamos sucesos o imágenes jamás alcanzadas. Los sueños, sueños eran: proyectos, deseos, esperanzas sin probabilidad de realizarse; pero había, latente, un sueño dorado: un anhelo, una ilusión halagüeña de que el sueño fuera realidad. Y recordaba los versos de Benedetti: “Dale vida a tus sueños aunque te llamen loco.”

El sueño es la esencia de la libertad del hombre. Tenemos derecho a soñar y libertad para hacerlo. La hora matutina nos despoja, según Borges, de un don inconcebible, inalcanzable. Los sueños de día se topan con la realidad de los sueños de la noche. La luz apaga los sueños que acuna la oscuridad. El tiempo hiberna los sueños incumplidos. Recordamos los sueños de día más que los de la noche. Los sueños, sueños son…

Había perdido la ilusión de los sueños de día, aquellos de proyectos, a fecha vista, de día anhelados, de sucesos por venir. Apenas recordaba los sueños de noche, hijos de los deseos frustrados de los días. Salía el Sol todos los días, pero no iluminaba sus días que se apagaban en proyectos frustrados. Todos los días permanecía ocioso al Sol indeseado. Esperaba la noche para soñar lo imposible; el día, para anhelar lo posible. La posibilidad de los sueños se trocaba en la imposibilidad del despojo del suceso soñado.

Había soñado con el gol de Zarra a Inglaterra, que no viere; con el gol de cabeza de Marcelino a la URSS cuando era niño; con el de Torres a la selección alemana en la Eurocopa de 2008, que vivió en directo; pero ni el fútbol le abonaba la ilusión del sueño incumplido. Ahora, durante el Mundial de Sudáfrica, veía las banderas en los balcones como jamás había visto; una ilusión colectiva que soñaba con el nombre de la Patria como nunca. El sueño imposible parecía cercano; se acariciaba; no era fantasía. Parecía que la realidad estaba cercana.

Cada español revelaba sus sueños, convertido en seleccionador particular de los hombres que nos representaban. Habíamos llegado demasiado lejos. Las semifinales eran bastantes. Nos conformaríamos otra vez con ser cuartos, como hace sesenta años en Río; pero la marea humana necesitaba hacer realidad sus sueños, ahíta de sueños incumplidos, de anhelos maltrechos, de ilusiones rotas, de días machacados al sol y al frío de las frustraciones diarias.

Y ahora, en Durban, un bravo defensa español, Pujol, marcaba de cabeza el gol ansiado, que daba alas al país. Los ciudadanos gritaban exaltados desde sus vehículos, corrían por las calles como en Pamplona, se bañaban en las fuentes, cantaban, danzaban, pletóricos por una victoria que nos eleva al cielo mundialista del deporte rey.

No ha terminado ahora el sueño inacabado. Falta el domingo, el último partido, para tocar la gloria y alzar la copa de campeones, que no nos hará más libres, pero nos hará ver el cielo con la ilusión de los sueños cumplidos; el sueño que a muchos les dará la autoestima que los predicadores no pueden darles, porque solo el fútbol era su sueño, su gloria inacabada en su fantasía infinita, en su España por una vez venerada en su nombre, empujada en su destino hacia la efímera gloria de un dato para la historia, pero que fue nuestro sueño de un día, la ilusión de un tórrido verano en el que los pulpos profetizaban los sueños inacabados.

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