Y te di a luz y me dijeron que habías muerto; y ni siquiera pude ver tu carita sonrosada, ni me permitieron contemplarte, vivo o muerto; y nunca pude llamarte “cariño”, “hijo”, porque, aunque lo fuiste mío, se lo dieron a otros que te ofrecerían más que yo, pero que jamás te dieren el amor de tu madre. Mis pechos, amor, volvieron a su estado porque jamás hallaren a su pequeño dueño; y no pude dártelos ni sentir tu calor entre ellos, ni darte yo el mío que ya sintiere en mi seno.
Y aunque no oí tu llanto, porque te raptaron fuera de mí, tras cortar el cordón que nos unía, fuiste mío desde entonces: ni un día solo de mi vida te he olvidado desde aquel momento: he soñado que vivías porque te di a luz y sentí cómo tu cuerpecito latía en mis entrañas… ¡Cómo ibas a haber nacido muerto si te di la luz que anhelaste! ¿Para qué quisiere la partida de defunción que me dieren sino para recordarte más aún? Y fui a visitarte al camposanto y, tras la lápida con tu nombre, dentro, lo supe cuarenta años después, solo había un ataúd vacío…
En mis ensoñaciones, te veía en tu cuna, plácidamente dormido; jugaba contigo llenándote de besos; te bañaba mientras sonreías; te probaba las ropitas de tus primos; te veía crecer. Te sabía vivo, en otro mundo, quizá no muy lejos de mí. ¡Sufrí tanto, hijo, por no oír la palabra “mamá”, por no sentir tus besos y abrazos; por no poder darte tu comida ni llevarte al colegio; por no verte crecer ni esperarte, ni vestirte, ni darte todo mi amor de madre…!
Perdóname, hijo: no fui culpable ni te abandoné; te raptaron y te llevaron con otros. Y cuando te lo dijeron, ya habías intuido que esos no eran tus padres. Y preguntaste, me buscaste y me hallaste. Nos hicieron la prueba y fue positiva. ¡Cómo no serlo si te pareces todo a tu padre! Ven a mí, amor: abrázame. Deja que te dé todos los besos que no pude darte hasta ahora. Ya soy tu única madre para siempre; y tú, mi hijo hasta que fallezca…
¡Cómo pudieron hacernos esto! ¡Casi ochocientos casos de adopciones irregulares, de falsos certificados de defunción, de ataúdes vacíos, de madres sin niños, de niños sin madre biológica, de embarazos fingidos para hacerle creer un día que el niño fuere suyo…! Desde los años cincuenta hasta los noventa, en un país culto, en el que los estertores de la guerra hubieren finiquitado y en el que hubiere otras vías para ser padres, aunque no biológicos…
Alégrate ya, hijo, porque la luz que me fuere robada ha sido rescatada por la memoria: la que siempre tuve de ti; por la que tú suspiraste desde que te lo dijeren. No eras suyo, no: eras mío, como un reflejo de la luz que te di, perdida y hallada ahora en el mundo; como la luz de tu padre al que nunca conociste; como las luces que quise darte, pero no pude; como la esperanza que siempre guardamos en nuestra memoria; como tú, hijo mío, mi luz nunca olvidada, mi rescatada luz de ahora, perdida y hallada en el templo de la vida. Ven, amor: dame los besos perdidos, los abrazos robados, que ya seremos uno para siempre… en el reflejo de la memoria y en el futuro de nuestras vidas.
Y aunque no oí tu llanto, porque te raptaron fuera de mí, tras cortar el cordón que nos unía, fuiste mío desde entonces: ni un día solo de mi vida te he olvidado desde aquel momento: he soñado que vivías porque te di a luz y sentí cómo tu cuerpecito latía en mis entrañas… ¡Cómo ibas a haber nacido muerto si te di la luz que anhelaste! ¿Para qué quisiere la partida de defunción que me dieren sino para recordarte más aún? Y fui a visitarte al camposanto y, tras la lápida con tu nombre, dentro, lo supe cuarenta años después, solo había un ataúd vacío…
En mis ensoñaciones, te veía en tu cuna, plácidamente dormido; jugaba contigo llenándote de besos; te bañaba mientras sonreías; te probaba las ropitas de tus primos; te veía crecer. Te sabía vivo, en otro mundo, quizá no muy lejos de mí. ¡Sufrí tanto, hijo, por no oír la palabra “mamá”, por no sentir tus besos y abrazos; por no poder darte tu comida ni llevarte al colegio; por no verte crecer ni esperarte, ni vestirte, ni darte todo mi amor de madre…!
Perdóname, hijo: no fui culpable ni te abandoné; te raptaron y te llevaron con otros. Y cuando te lo dijeron, ya habías intuido que esos no eran tus padres. Y preguntaste, me buscaste y me hallaste. Nos hicieron la prueba y fue positiva. ¡Cómo no serlo si te pareces todo a tu padre! Ven a mí, amor: abrázame. Deja que te dé todos los besos que no pude darte hasta ahora. Ya soy tu única madre para siempre; y tú, mi hijo hasta que fallezca…
¡Cómo pudieron hacernos esto! ¡Casi ochocientos casos de adopciones irregulares, de falsos certificados de defunción, de ataúdes vacíos, de madres sin niños, de niños sin madre biológica, de embarazos fingidos para hacerle creer un día que el niño fuere suyo…! Desde los años cincuenta hasta los noventa, en un país culto, en el que los estertores de la guerra hubieren finiquitado y en el que hubiere otras vías para ser padres, aunque no biológicos…
Alégrate ya, hijo, porque la luz que me fuere robada ha sido rescatada por la memoria: la que siempre tuve de ti; por la que tú suspiraste desde que te lo dijeren. No eras suyo, no: eras mío, como un reflejo de la luz que te di, perdida y hallada ahora en el mundo; como la luz de tu padre al que nunca conociste; como las luces que quise darte, pero no pude; como la esperanza que siempre guardamos en nuestra memoria; como tú, hijo mío, mi luz nunca olvidada, mi rescatada luz de ahora, perdida y hallada en el templo de la vida. Ven, amor: dame los besos perdidos, los abrazos robados, que ya seremos uno para siempre… en el reflejo de la memoria y en el futuro de nuestras vidas.
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