He visitado esta mañana la necrópolis, la ciudad de los
muertos. No visitare por gusto esa ciudad más que para despedir a familiares y
acompañar a queridos amigos dolientes. Buscaba un dato: la fecha exacta de la muerte
que no hallare ni en Internet ni encontrare en hemerotecas. He pasado antes por
la oficina; di el nombre y apellidos del difunto; quería saber el día de su
muerte; dónde hubiere sido inhumado, para verificar la data. Tenía la fecha
aproximada. El funcionario, amabilísimo, me pregunta su nombre. Me corrige la
fecha; me da el número exacto del nicho y el patio donde se hallaren sus
restos; me indica el camino. En mi deambular por el camposanto, me encuentro
con los funcionarios que allí trabajaren; les interrogo por el lugar; me lo
señalan. Camino de él, leo nombres conocidos, con quienes compartí quehaceres,
charlas; a quienes publiqué cartas y artículos... Murieron algunos antes de la
edad que yo mismo censare. Me remueven los recuerdos. Todos rezan: "Nunca
te olvidaremos", "tu familia no te olvida", "no morirás
mientras vivamos"..., como letanías y lugares comunes del lenguaje
escrito, que no de la memoria; pero olvidamos, y tan solo les recordamos en su
día, cuando nos acercamos y les llevamos flores y limpiamos la losa que cubre
su tumba.
He
encontrado la tumba que buscaba; he tomado nota de las fechas de su nacimiento
y muerte; he recordado retazos de su vida: la escrita y la íntima, por
escribir... No pude acudir a su funeral; menos aún, a su inhumación, para la
familia sola. Llamé días después a su hija; le expresé mis condolencias, que
agradeciere, conocedora de mi aprecio a su padre.
Visitamos
después a los nuestros: a los ascendientes y a los compañeros que nos dejaron
en el camino; ignoramos dónde reposaren otros con quienes compartimos largos
años de afanes y amistad. En nuestro peregrinar por los viales de la necrópolis,
reconocemos nombres de hombres y mujeres a quienes conocimos en vida, de
quienes nos hablaron..., e ignorábamos que algunos hubieren dejado este mundo.
Y de
pronto, en la búsqueda de la última tumba por visitar, observamos a una joven
mujer arrodillada ante la tumba de quien quizá fuere su marido. Está asida a su
nombre; y parece comunicarse con él, sin dejar por ello un llanto interminable,
apenas sonoro, que nos conmueve y acongoja. Pasamos detrás de ella sin que
sienta nuestros pasos. Seguimos leyendo los nombres en los lienzos que acogen
las hileras de nichos, hasta dar con él, y recordarle. Apenas frisare el medio
siglo cuando le sorprendió la muerte; el otro, unos nichos más abajo, no llegó ni
a la edad de la jubilación.
La joven
mujer sigue asida a la tumba amada; llegan otros visitantes que bajan la voz
para preservar su paz. Murió ese hombre ante el que llora hace dos años; dejó
viuda e hijos, según consta en la lápida. Será su esposa, viuda ya, que llora
apoyada en la lápida en un llanto infinito, interminable, que nos pareciere
eterno, inagotable, perenne... Está abstraída con su ausente, sin importarle
que la vean llorar quienes por allí transitan. Deseamos dejarla sola; pero
seguimos buscando al compañero, al amigo, al que, por fin, encontramos. Su
familia le ha puesto bajo la protección de la patrona.
Ahora,
cuando la visita ha terminado, la mujer de llanto interminable, se levanta y se
aleja, no sin antes dejarle un último beso a su amado. No vuelve la vista
atrás, porque le lleva presente. Pasamos ante su tumba; leemos su nombre; dejó
viuda e hijos. No le llorare esa mujer bastante en la hora de su muerte, velatorio
e inhumación. Entonces sería el llanto de la separación eterna; ahora, es el
llanto de la desesperanza, de la esperanza perdida que iluminare su vida en
vida. Hubiéremos deseado apretar sus manos y besarlas para darle la fortaleza
que su llanto interminable pareciere haber perdido para siempre; pero ella se
aleja sin mirar hacia atrás, secándose las últimas lágrimas por el ser querido
nunca olvidado. Y otro día volverá, quizá más confiada, más tranquila; pero el
recuerdo avivará su llanto eterno, infinito, interminable, hasta que el paso
del tiempo cure esa herida del alma por la que sangra su lacrimal..., hasta el
próximo sollozo, lloriqueo o gemido que le provoque su recuerdo eterno,
inmortal, interminable..., en el dolor ineluctable que solo el paso del tiempo
puede curar, hasta que un día el olvido prometido sea solo un recuerdo que, de
cuando en cuando, nos viniere a la mente...
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