Ya está próximo el
tiempo cristiano del Adviento, la espera del nacimiento de Cristo, cuatro domingos antes de la Navidad. Adornamos la corona de
Adviento con cuatro velas, una por cada domingo. Cada vela, una virtud por
mejorar: el amor, la paz, la tolerancia, la fe. Las luces de Navidad nos
recordarán pronto ese tiempo de Adviento; pero la vida entera es un adviento
por venir: deseamos que pase el tiempo, y el tiempo está pasando; pedimos que
el tiempo se detenga, y continúa su camino inexorable como un río hacia la mar.
Es parte de una secuencia el tiempo: el presente, el pasado, el futuro; las
edades del hombre; las estaciones de la vida; las oportunidades perdidas; la
negación del tiempo que hubiéremos para vivir.
El tiempo es un instante con vida y sin ella; es la suma
de los tiempos y la división que hacemos con él; el tiempo perdido que no
volverá; una tempestad duradera interminable; el tiempo entre estaciones y
entre los días, un tiempo de suspiros; un tiempo absoluto, compartido; un tiempo
de fortuna y de pasión; tiempo de paz y de guerras; tiempo de ilusiones y
desesperanzas: tiempos relativos, heroicos, simples, sin auxilio verbal; tiempo
para solo ocuparse del tiempo, como si el tiempo atmosférico marcare el reloj de nuestras vidas; tiempo de
resignación ante las desventuras de la vida, al que nos agarramos en la
esperanza de ver en un futuro un tiempo mejor. Andando el tiempo, capeamos el
viento. De cuando en cuando nos damos un tiempo y esperamos de él la coyuntura
para resolver un negocio.
Altera el tiempo la atmósfera y los cuerpos. Nos
destempla el tiempo. Dejamos pasar el tiempo matando el tiempo, y el tiempo nos
mata. Es oro el tiempo y no lo aprehendemos y, ante la imposibilidad de
contestar a todos, lo hacemos publicitariamente: no tengo tiempo. Nos
acomodamos al tiempo. En otro tiempo, como si fuere ayer, como una fruta del
tiempo, sin tiempo para el amor, como si el desamor reinare sobre él; sin
tiempo para la paz para vivirlo, si no fuere porque nos inclinamos hacia la
guerra para matarlo; sin paz, sin tolerancia, sin fe, sin esperanza...
Cuando esperamos la plenitud de los tiempos, en la
encarnación del Verbo, fraccionamos la unidad de nuestro ser y dividimos su
esencia, "cuando lo único que realmente nos pertenece es el tiempo",
según Baltasar Gracián; aunque nos
roben el tiempo, el mejor tiempo de todos los tiempos, la juventud y la
experiencia del tiempo, pese a que el amor hace pasar el tiempo y el tiempo
hace pasar el amor, recuerda el adagio latino, y, sin él, no habrá primavera
florida, aunque la vida renazca mientras la nuestra decae por el paso del
tiempo, sin vidas nuevas que nos releven en un tiempo que camina hacia el
envejecimiento y que ha perdido el norte mismo de su tiempo, enredado en la
rosa de los tiempos. "Tempus fugit" (el tiempo vuela) y matamos
nuestro tiempo porque nos pasa inadvertido. Solo un segundo bastare para
separar la vida de la muerte, sin tiempo ya para advertir que estar con ella
fue la medida del tiempo perdido. ¡Cuánto la amé!, pero el tiempo pasó. Ya nada
será igual, aunque seamos dueños de nuestro tiempo, porque el tiempo fue pasado,
y ya no es ni presente ni futuro. Matamos el tiempo, pero él nos entierra,
recuerda Joaquín M. de Asís. Y ni
vivos --menos aún muertos-- recordamos aquel tiempo perdido, en el que la
juventud daba brillo a un tiempo.
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