jueves, 20 de noviembre de 2014

TIEMPO DE ADVIENTO

          
           Ya está próximo el tiempo cristiano del Adviento, la espera del nacimiento de Cristo, cuatro domingos antes de la Navidad. Adornamos la corona de Adviento con cuatro velas, una por cada domingo. Cada vela, una virtud por mejorar: el amor, la paz, la tolerancia, la fe. Las luces de Navidad nos recordarán pronto ese tiempo de Adviento; pero la vida entera es un adviento por venir: deseamos que pase el tiempo, y el tiempo está pasando; pedimos que el tiempo se detenga, y continúa su camino inexorable como un río hacia la mar. Es parte de una secuencia el tiempo: el presente, el pasado, el futuro; las edades del hombre; las estaciones de la vida; las oportunidades perdidas; la negación del tiempo que hubiéremos para vivir.
            El tiempo es un instante con vida y sin ella; es la suma de los tiempos y la división que hacemos con él; el tiempo perdido que no volverá; una tempestad duradera interminable; el tiempo entre estaciones y entre los días, un tiempo de suspiros; un tiempo absoluto, compartido; un tiempo de fortuna y de pasión; tiempo de paz y de guerras; tiempo de ilusiones y desesperanzas: tiempos relativos, heroicos, simples, sin auxilio verbal; tiempo para solo ocuparse del tiempo, como si el tiempo atmosférico  marcare el reloj de nuestras vidas; tiempo de resignación ante las desventuras de la vida, al que nos agarramos en la esperanza de ver en un futuro un tiempo mejor. Andando el tiempo, capeamos el viento. De cuando en cuando nos damos un tiempo y esperamos de él la coyuntura para resolver un negocio.
            Altera el tiempo la atmósfera y los cuerpos. Nos destempla el tiempo. Dejamos pasar el tiempo matando el tiempo, y el tiempo nos mata. Es oro el tiempo y no lo aprehendemos y, ante la imposibilidad de contestar a todos, lo hacemos publicitariamente: no tengo tiempo. Nos acomodamos al tiempo. En otro tiempo, como si fuere ayer, como una fruta del tiempo, sin tiempo para el amor, como si el desamor reinare sobre él; sin tiempo para la paz para vivirlo, si no fuere porque nos inclinamos hacia la guerra para matarlo; sin paz, sin tolerancia, sin fe, sin esperanza...
            Cuando esperamos la plenitud de los tiempos, en la encarnación del Verbo, fraccionamos la unidad de nuestro ser y dividimos su esencia, "cuando lo único que realmente nos pertenece es el tiempo", según Baltasar Gracián; aunque nos roben el tiempo, el mejor tiempo de todos los tiempos, la juventud y la experiencia del tiempo, pese a que el amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor, recuerda el adagio latino, y, sin él, no habrá primavera florida, aunque la vida renazca mientras la nuestra decae por el paso del tiempo, sin vidas nuevas que nos releven en un tiempo que camina hacia el envejecimiento y que ha perdido el norte mismo de su tiempo, enredado en la rosa de los tiempos. "Tempus fugit" (el tiempo vuela) y matamos nuestro tiempo porque nos pasa inadvertido. Solo un segundo bastare para separar la vida de la muerte, sin tiempo ya para advertir que estar con ella fue la medida del tiempo perdido. ¡Cuánto la amé!, pero el tiempo pasó. Ya nada será igual, aunque seamos dueños de nuestro tiempo, porque el tiempo fue pasado, y ya no es ni presente ni futuro. Matamos el tiempo, pero él nos entierra, recuerda Joaquín M. de Asís. Y ni vivos --menos aún muertos-- recordamos aquel tiempo perdido, en el que la juventud daba brillo a un tiempo.
 

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