Algunos esperan el fin
de semana para descansar; otros, para hacer deporte; viajar, pasear por el
campo... Nos impulsa su llamada, como a algunos les llama el retorno al pueblo,
o la casita en el campo. Allí, en su recogimiento, en su paz interior, a la luz
de la lumbre de la cocina, con los leños de encina encendidos..., se olvida el
tráfago de la ciudad, los mil y un avatares de la vida laboral, y aun de la
política.
Necesitamos volver al pueblo, al pueblo donde nacimos o
al que adoptamos como propio. Se van quedando solos los pueblos; sus
habitantes, ya ancianos, no pueden cultivar la tierra. Apenas unos cuantos
jóvenes siguen las labores de sus mayores: los más, huyen a las ciudades en
busca de una vida mejor, que tampoco hallaren. Instituciones y estadísticas
claman ante el abandono de los pueblos que, lenta, pausada, invisiblemente, van
muriendo. Y España y Extremadura son toda pueblo. No pueden morir los pueblos
extremeños y españoles, porque perderíamos nuestra identidad de pueblo. Las
ciudades van creciendo desde hace años por las migraciones de los pueblos.
El pueblo nos hace revivir nuestra infancia, toda
necesidades y juegos en calles y en la plaza. Nada teníamos y por nada nos
quejáramos. No teníamos luz ni agua corriente; menos aún calefacción o aire
acondicionado; ni siquiera nevera, teléfono o televisión...; ni abrigo o
gabardinas en invierno. En la escuela, tan solo disponíamos de la luz solar. En
días tormentosos, oscuros..., no podíamos hacer caligrafía ni seguir nuestra
enciclopedia; tan solo, escuchar al maestro; pero nadie se quejaba. No puede
faltar hoy un colegio al lado de casa, al que madres y abuelos llevan a sus
hijos y nietos; ni tampoco la calefacción o el aire acondicionado. No hay niños
sin móviles... Cuando vemos esto, al percibir esta distinta y tan distante
realidad, nos acordamos del pueblo: aquella paz que acunare los sueños; el
silencio que meciere la cuna; los juegos en calles y plazas; cuando íbamos con
nuestro burrito a la fuente para traer el agua que necesitare nuestra madre
para cubrir las necesidades de la casa.
Y por la noche, teníamos el candil o el petromax que nos
dieren luz bastante. En invierno, nos bastare el brasero de picón que nos
dejaba las piernas al aire llenas de cabrillas.
El pueblo nos bastare y sobrare. El reloj del ayuntamiento marcare las
horas y los días que signaren nuestra vida, sin ansiedad alguna. Vivimos en la
ciudad esclavos del tiempo. No nos da el tiempo para nada ni nos llega el
tiempo. En el pueblo, no buscamos el tiempo, porque lo tenemos todo. El pueblo
es el tiempo que no vuela; un tiempo detenido a la espera de nuestro tiempo.
Retornamos a él y volvemos a una eternidad perdida: la del tiempo pasado, que
jamás retrocederá a nuestras vidas: o quizá tan solo podemos soñar en el
pueblo, con la vida en él idealizada...
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