lunes, 16 de enero de 2012

CUANDO LA CALLE DEJÓ DE SER SUYA…

           Una de las frases antológicas que resume el espíritu fraguista fue aquella de “la calle es mía”, interpretada bajo el prisma dictatorial que, en un tiempo, reflejare su figura, y, de otro, en el sentido de la responsabilidad del gobernante de lograr que la calle fuere de todos. Y esa era entonces su responsabilidad como ministro de la Gobernación  en el  gobierno de Arias Navarro. Ante todo, paz en las calles; libertad en ellas para circular, porque la calle es de todos y mi responsabilidad es asegurar que esa libertad sea un derecho de todos...

            Esas dos interpretaciones de su frase subsumen la figura inmensa de un hombre de Estado, que dedicare sesenta años de su vida a la política; que fue capaz de refundar un partido heredero del franquismo y hacer de él una derecha centrada no solo como eterna novia aspirante al poder, sino como gobernante en la España de todos y en las calles de todos.

            Cuando vino a Cáceres como ministro de la Gobernación del Gobierno Arias, los primeros universitarios extremeños de principìos de los setenta se manifestaban a las puertas del Gobierno Civil para pedir quizá la continuidad de los estudios universitarios en la capital. Fraga dio la cara, no se anduvo con chiquitas y les respondió: “Hoy tienen ustedes la suerte de poder manifestarse, lo que antes no se podía hacer en España. Reconozcan eso al menos.”  La calle ya no era suya, sino de todos; la libertad de expresión no le perteneciere a él, sino que el mismo se la otorgó a todos como padre de la Constitución del 78, y los españoles la hicieron suya. “La calle es mía” no fue, pues, tanto una afirmación de dominio propio como el de todos para circular por ellas, cuyo derecho él debía garantizar como máximo responsable de la seguridad del Estado. No era, no, la frase de Luis XIV, el Rey Sol, que compendia el absolutismo de los poderes todos del Estado en su figura: “El Estado soy yo”, sino la reivindicación de quien encarnare la autoridad del Estado para asegurar la paz en las calles como derecho y libertad, porque no pudieren coexistir el uno sin la otra, con la Justicia como garante.

            Un rector que hubiere la Universidad de Extremadura entre 1981 a 1984, Guillermo Rodríguez-Izquierdo Gavala, jesuita, rector después de la Pontificia de Comillas de Madrid (1984-1994), dijo un día una frase similar que, aun titular de periódico, no fuere interpretada con los dos prismas con que pudiere hacerse la de Fraga: “La universidad soy yo”. ¿Qué quiso decir: que él encarnaba la representación universitaria extremeña, que se supone; quizá que él asumiere todos los poderes ante un conflicto, sin contar con la Junta de Gobierno? Más se parece esta frase a “L État c’est moi” del rey de Francia y de Navarra.

            Manuel Fraga ha pasado a la historia como un estadista, no solo porque tuviere en su cabeza todo el Estado, como dijere de él Felipe González en el Congreso, en una tarde de debate sobre el estado de la nación, sino porque lo fue todo en ese Estado: ministro dos veces de su Gobierno en dos épocas distintas; presidente de su Comunidad Autónoma, padre de la Constitución, diputado al Congreso, embajador de España, senador del Reino, casi hasta su hora final porque, pese a los achaques propios de la edad, mantuvo la cabeza en su sitio y hubiere podido decir, ahora ya sí con toda propiedad, como el Rey Sol antes de morir: “Je m’en vais, mais le État demeurera toujurs” (Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá)… Solo le faltó ser presidente del Gobierno de España quien ha dado a la nación dos presidentes, gracias al espíritu reformista y regeneracionista, que hoy fueren incapaces de ver otros políticos que llegan a la política no para servir al Estado, sino para servirse de él, como si la calle, el Estado y la patria fuere de ellos en exclusiva y no de todos los que formamos parte de ella.



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