No hay crisis para los inútiles. Los inútiles hacen valer la utilidad de su inutilidad para escalar peldaños de una escala social que nunca les correspondiere ni por méritos ni por trabajo propios. La inutilidad de algunos electos no se mide por la gracia que no hubieren, sino por aparentar lo que no tuvieren: antes caer en gracia que ser gracioso.
No hay EREs bastantes para barrer la sociedad de los inútiles que parecen reinar en ella. Los inútiles sin utilidad salen de la chistera de quienes se creyeren eternos poderosos para ser presentados como recambios de la regeneración perdida por tan ansiada. Aunque parecieren nacidos de vieja savia de odres viejos, son tan solo los posos de quienes cayeron por sus propios errores y condujeron a muchos a la desafección por el trabajo y sus virtudes, por la política y sus valores, por el compañerismo y la solidaridad, por el reconocimiento de los méritos ajenos más que por los deméritos propios. “Nadie pone un remiendo de tela nueva en un viejo vestido, porque se llevaría una parte del vestido, y sería peor. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque, si no, los odres se rompen, el vino nuevo se derrama, y los odres se echan a perder. Pero, si se pone el vino nuevo en odres nuevos, el vino y los odres se conservan.” (Mt. 9: 16-17).
Los inútiles han alcanzado la cima del poder como nacidos por la gracia del Espíritu Santo, pero no ungidos por su gracia santificante. Se les reconoce de lejos por su mucho hablar y poco hacer. Creen saberlo todo y todo lo ignoran. Asumen sus miserias con sonrisas bobaliconas y navajas traicioneras; pero son incapaces de dar la cara cuando hubieren de darla, porque no hubieren más espíritu que les iluminare que sus padrinos de circunstancias, que no fueren eternos, como se creyeren, sino mortales como su propia inutilidad elevada a los altares sin trabajos reconocidos, ni dedicación manifiesta, ni preparación intelectual que revistiere su inutilidad en utilidad.
Hablan lo que no deben, predican lo que no hacen, asumen para sí lo que no otorgan al resto, piden a los otros lo que ellos no dan; su silencio les delata más que sus palabras y, cuando hubieren de darlas, se callan porque no saben, no contestan. Jamás alcanzaren la objetividad quienes han nacido de la subjetividad; la utilidad pública de quienes la extrapolan a la inutilidad servil, no servicial. Los inútiles se creen, además, imprescindibles, no necesarios; pero para nada sirven porque nacieron de la nada y a ella se entregaron. Su quehacer, si lo asumieren, no tuviere en cuenta el de los otros, incapaces de mirar por encima de sus ombligos. Su inutilidad les conduce a no reconocer la utilidad de sus compañeros, que lo fueren siempre “in itinere” e “in situ”, porque aspiran a nublar con su inutilidad la utilidad de quien no esperare otra cosa que la íntima satisfacción del deber cumplido.
Los inútiles se sirven de los útiles como si fueren su asidero y cadena de supervivencia para sí y los suyos. Los primeros consideran a los segundos un estorbo para sus aspiraciones de subir a los altares de la patria que niegan, y utilizan su influencia para condenar sin juicio probatorio a quienes pretendieren hacerle sombra con su utilidad servicial a su inutilidad servil. Son los tontos útiles de una democracia controlada por ellos y para ellos, que piden el voto para la patria, cuando lo instan para sí, inútiles del mundo que se creen más listos que los doctores de la Tierra , pero que no saben hablar en los templos de la palabra, que nadie escucha, lee ni descifra, porque en ellas reside la subjetividad de la inutilidad que llevan inoculada en su corazón. Y encima se lo creen, aunque nadie les crea, porque su palabra se la lleva el viento como promesas que hicieren “por imperativo legal”. ¿Y quién les mandare si su inutilidad les impide jurar o prometer lealtad a sus electores y a las leyes que se dieren para su gobierno?
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