sábado, 22 de noviembre de 2025

50 AÑOS DE LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA


 El Rey durante su discurso (Casa Real).

    Hace cincuenta años, con el cuerpo aún presente del Generalísimo Franco en el Salón de Columnas del Palacio Real, el rey Juan Carlos I proclamaba ante las Cortes Generales de la nación, heredadas del dictador, que recibieron su juramento, que se “abría una nueva etapa de la Historia de España” y apeló a recorrerla juntos desde “la paz, el trabajo y la prosperidad fruto del esfuerzo común y de la decidida voluntad colectiva”.

    Así lo recordó ayer el actual monarca, Felipe VI, en el acto celebrado en el Salón del Trono del mismo palacio, en el que presidió el acto conmemorativo del cincuenta aniversario de la restauración monárquica, en el que en un sencillo acto, ante la representación de todas las autoridades del Estado, impuso cuatro collares del Toisón de Oro a quienes, desde distintos ámbitos, contribuyeron no solo a que la democracia fuera posible, sino que se consolidara: a los dos “padres” vivos de la Constitución del 78, Miguel Roca i Junyent y Miguel Herrero Rodríguez de Miñón; al primer presidente cuya elección consolidó la alternancia política, Felipe González, quien en el Salón de Columnas de ese mismo palacio firmare hace cuarenta años el Tratado de Adhesión de España a las Comunidades Europeas; y a su madre, Su Majestad la Reina doña Sofía, “por una vida entera de servicio ejemplar y de lealtad a la Corona”.

    El monarca, como jefe del Estado y símbolo de su unidad y permanencia, según el artículo 56 de la Constitución, aprovechó su discurso para realzar, una vez más, el papel de la monarquía que encarna, como “institución vertebradora y garante de estabilidad”, que supo acompañar un proyecto de país de todos y para todos.

    El rey Juan Carlos I recibía todos los poderes del dictador y su corpus legislativo, con el que tuvo que dar los primeros pasos; pero nunca quiso arrogarse esos poderes onmímodos, inaceptable en la nueva era que se abría, y porque la hora de España y su futuro merecían la voz del pueblo, pidiéndole al Consejo del Reino, aún vigente, una terna para la elección del nuevo presidente del Gobierno. Después vendría la Ley para la Reforma Política, que despejó el camino a las Cortes Constituyentes, que elaboraron la nueva Constitución y propiciaron que la voz del pueblo se erigiera como la voluntad soberana de la nación.

    Felipe VI se refirió a la Transición no como “un proceso sencillo y espontáneo, sino paulatino, incierto, con riesgos y abierto…, precedido por conversaciones pactos y concesiones” sobre la base del respeto mutuo, “en una sociedad marcada por décadas de represión y divisiones”. Pasar de una dictadura a una democracia no solo fue un gran logro jurídico y político, sino también cívico y moral, resaltó el Rey, “un gesto político revolucionario” reconocido por el mundo entero. El monarca validó que el mejor legado de aquella generación fue la Constitución de 1978, que, además de consagrar la Monarquía Parlamentaria, dándole legitimidad por mayoría absoluta en dos referéndums, articuló el sistema democrático plural y estable, priorizando la estabilidad y la creación de un marco común necesario. No obstante, el Rey no olvidó significar que “la Transición no fue perfecta”, aunque “valorarla solo por lo que omitió sería injusto”.

    No olvidó el Jefe del Estado referirse al momento actual “en los que el desacuerdo se expresa con crispación” e invitó a los españoles a mirar hacia aquel periodo, “no para idealizarlo, sino para recordar su método; la palabra frente al grito, el respeto frente al desprecio, la búsqueda del acuerdo frente a la imposición” porque “la democracia no es solo sus formas y procedimientos, sino la búsqueda leal y conjunta de aquello que sirva mejor al bien común”.

    Una gran lección la ofrecida por el monarca en tiempos convulsos en los que, en el mismo templo de la palabra, pretende imponerse la coacción y el desprecio, frente al espíritu de la Transición, como si la soberanía del pueblo no residiere en el templo de la palabra de sus representantes, sino en la bajeza de quienes pretendieren tan solo que sus deseos triunfaren no para el bien común de la sociedad, sino para provecho propio, personales o de partido.

    El símbolo del acto, el Toisón de Oro, entregado a Su Majestad la Reina doña Sofía, a los “padres” aún vivos de la Constitución, Roca i Junyent y Rodríguez de Miñón, y a Felipe González, que consolidó la alternancia política, tras el liderazgo de Adolfo Suárez, y firmó en el Salón de Columnas del Palacio el ingreso de España en las Comunidades Europeas ante la atenta mirada de la estatua del rey Carlos I de España y emperador Carlos V de Alemania, no solo simbolizan quinientos años de nuestra patria, sino, como dijo el Rey, “se asocia a una Corona comprometida con el servicio a la nación”. No otro debe ser el hilo conductor de la Monarquía Parlamentaria.


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