domingo, 12 de septiembre de 2010

EL REGALO DE LA ESCRITURA

“¿Por qué dejamos de escribirnos? Es un regalo que pocos elegidos pueden compartir?” Me lo preguntaba y se respondía a sí misma, como suplicando mis letras, que considerare un regalo. Antes, la conversación era un regalo; la tertulia, el diálogo, cauces para revelar pensamientos y sentires. En la confianza, la palabra fluía como un sirimiri que llenare mañanas y ocios de tardes y noches. La televisión y la radio menguaron los diálogos que llenaren más que un simple entretenimiento ante la abulia de los tiempos. Devino, entonces, la separación espiritual y, con ella, la desconfianza, que apagare el habla, el diálogo, la conversación. Ya nada volvió a ser igual: la amistad de antes, los vecinos de antes, la unión familiar, el compañerismo. No solo se había perdido la carta como forma de comunicación, sino la comunicación misma. Apenas un “buenos días” y “hasta luego” se decían quienes pasaren horas físicamente unidos, compañeros de camino, separados en los andares de la vida.

En la distancia, y en la ausencia, la palabra escrita fuere siempre el mejor regalo: no solo se acordaban de ti; te regalaban su tiempo; te contaban su vida, la intimidad de su alma solo para la tuya. Leeía y reeleía, una y mil veces, aunque lo negare, aquellas letras del amigo que guardaba, como las fotos antiguas, en un viejo cabal de colegio. De cuando en cuando, tornaría a abrirlo para reeleerlas una vez más. Sus cartas eran su alma, un libro abierto que compendiaba quehaceres, pensamientos, filosofía, deseos…, la conversación ausente y siempre presente, que le llenare más que una breve conversación telefónica para preguntarse cómo estás. “Yo bien, gracias a Dios. ¿Y tú?”, como las antiguas de los abuelos. El correo electrónico y el móvil habían terminado con las cartas, con la escritura como medio de conversación. Costaba mucho escribir. Nadie tenía tiempo para nada y menos aún para gente, ya fueren familiares o amigos, a los que no veía, en ocasiones desde hacía mucho tiempo. El roce hace el cariño; el cariño provoca el roce…, le había escrito hacía tiempo, aunque no entendió el significado en su contexto; pero deseaba su cartas “como el regalo que pocos elegidos comparten”. Eso quería decirle. Se comparte entre dos; pero ella solo me hubiere escrito dos por cien que yo le remitiere. Y ahora le decía: “Espero que pronto podamos tomarnos un café con horas de conversación; o mejor, bebernos las palabras, con un café como excusa.”

Ya no quedaba ni la palabra entre tantas palabras. Deseaba volver a escucharme, y él a escucharla, las manos entrelazadas, “bebiéndose sus palabras”, como una carta eterna que siempre esperare y nunca recibiere; después de tantos cafés –“¿te aburro, cariño?-- “En absoluto, me respondía presta. Me has enseñado a valorar lo importante de lo accesorio, me has dado autoestima, confianza, fe y esperanza…” Y ahora recordaba mis cartas y me llegaba al alma con solo dos frases, mientras él también las esperare: la carta, o la radiografía del alma que veláramos con el burka de la desconfianza que nos desune cuando fuere más lo que nos une…

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