sábado, 18 de septiembre de 2010

GORRIONES SOBRE LAS ACERAS CACEREÑAS

Al amanecer del viernes, hemos salido a la calle y visto los estragos del temporal breve, pero intenso del anochecer anterior: la alfombra de las hojas arrancadas de los árboles, las ramas de gruesos troncos caídas sobre los vehículos aparcados; y gorriones, ya dormidos en los árboles, que han caído sobre las aceras abatidos por el granizo, la lluvia y el viento… Alguno vivía aún, pero apenas podía dar un paso cuando regresábamos a casa. Veíamos por televisión el partido entre el Aris de Salónica y el Atlético de Madrid, que ya perdía por 1-0, en la Europe League. Y, de improviso, hemos visto y oído la granizada, la fuerte lluvia que abatía árboles y pajaritos, la gente que se refugiaba en el bar, asustada por el árbol que se le venía encima mientras conducía… No importan los daños; lo que importa es la vida, se dicen unos a otros. Las mujeres, asustadas, llaman por teléfono a sus familias para saber de ellos y decirles cómo están. Algunos se atreven a llamar a los bomberos, con la que está cayendo, para que le retiren las ramas de los árboles de su vehículo para regresar a casa. Al fin, la calma y la paciencia se abren paso y todo el mundo se hace cargo de la situación. Estarán en ello quienes deben estarlo, se dicen unos a otros. Solo cabe esperar…

A la media hora, el diluvio parece haber terminado. Al lado y enfrente, observamos cómo gruesos troncos han sido abatidos; el agua no halla caminos por los que discurrir; las aceras están alfombradas, no de hojas caducas, sino arrancadas por la fuerza de los vientos, la lluvia y el granizo; los gorriones yacen sobre las aceras como si hubieren sido abatidos por disparos de escopetas. Pasan los coches de la policía con sus luces azules encendidas; suenan las primeras sirenas. Las mujeres se dicen unas a otras: no salgas todavía…

Cuando la tormenta amaina, camino de casa, nos hacemos cargo de los destrozos del temporal. Los meteorólogos hacen sus lecturas, Los políticos, la suyas; los vecinos, dicen lo mismo de siempre: siempre que llueve, pasa esto. Todo el mundo parece haberlo denunciado y prevenido; pero hasta que no ha llegado, como la primavera, nadie sabe cómo ha sido.

Bomberos, policías, auxilio en carretera… han permanecido de guardia toda la noche y no han dado abasto para atender todas las llamadas de socorro. Enseguida, se han retirado de la calzada los árboles tronchados. Queda mucho por hacer; pero lo principal está arreglado: no ha habido daños personales, aunque sí muchos materiales.

Se han bajado las persianas, temerosos del agua y la visión de los rayos, que parecieren partir los cielos. La noche se ha cerrado. Nada se ve ni oye, sino los truenos lejanos en el horizonte.

De mañana, vemos las calles como nunca las vimos: alfombras de tapiz verde por las hojas caídas, ramas tronchadas de gruesos troncos descansando sobre los vehículos estacionados; gorriones que silenciaron su piar en los árboles, sobre las aceras, reventados por el granizo; los jardines desechos; hombres y mujeres, afanados todavía en limpiar el agua de garajes y locales; las máquinas de limpieza de las calles, a la espera.

Ha sido un pequeño diluvio, mínimo pero suficiente, como para avisarnos del peligro de las fuerzas desatadas de la naturaleza. En la duermevela, mientras oímos las últimas sirenas y el llanto de los niños, sobresaltados por los truenos que nunca oyeren, pensamos en los daños indeseados, en la limpieza por realizar, en los gorriones reventados sobre las aceras que procuramos evitar en nuestras pisadas, mientras las niñas, camino del colegio, preguntan a sus padres qué ha pasado para que la ciudad esté tan sucia y por qué los pajaritos no recogen las hojas caídas, como ellos, mientras la mamá responde: “Hija, eso lo hacen solo las cigüeñas…”

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