miércoles, 12 de diciembre de 2012

DESESPERANZA

 
              Se va la luz y casi perdemos la esperanza de que vuelva. No vemos posible que se presente lo que deseamos. La luz eléctrica formare parte de nuestra cotidianeidad. No nos hacemos sin luz; tampoco podemos vivir sin luz. Las fábricas, los negocios, necesitan la luz para caminar. Sin luz, no hay espacios calientes, ni comidas que poder calentar, ni alimentos que se mantengan congelados o fríos. Sin luz, no se nos presenta como posible lo que deseamos. Hemos perdido ya las luces de otros tiempos en la ciudad, mientras en los pueblos permanecen: el candil de aceite, los faroles para ir iluminando la calle, o el petromax… que antes iluminaren nuestras estancias. Los labriegos, los hombres de campo, aprovechan el día para trabajar sus predios con la luz solar; la noche es para dormir. No hay tiempo para la televisión en el pueblo, como casi nunca lo hubiere. Desengañado, desesperanzado, el pueblo vive a la luz del día; acaso por la noche, unos leños bajo la chimenea, sirvan de cobijo al frío y a la conversación pausada, rica en matices, transmisora de saberes, de padres a hijos, de viejos a jóvenes. Apenas, el crepitar de la luz arrulla el silencio de la aldea, donde la otra luz no brillare en la noche ni por Navidad. Atesoran los campesinos sus productos de huerta y de matanza, sus animales para leche y carne; también su luz que nunca faltare. Por las mañanas, unas migas en el caldero y café de puchero; por las noches, sopas de tomate y poleo, como los pastores en Nochebuena. No da más de sí el pueblo, aunque la luz se vaya, porque ya fuere ida la luz que lo iluminare: su juventud. Todos los días amanece, que no es poco, y la luz solar fuere la esperanza en la desesperanza de los sin luz en la ciudad. La luz de día fuere la esperanza de un nuevo día en la desesperanza de los días. El pueblo atesora lo que la ciudad desecha. No hemos atesorado lo suficiente la luz solar como para mantenernos sin la eléctrica. Y, así, ida esta, nos perdemos sin saber qué hacer hasta su retorno.
              Frente a la desesperanza, la esperanza; la esperanza de día, la esperanza de noche. Frente a la oscuridad de los sin luz, la luz de la clarividencia, de quienes ven como posible sus propios deseos, porque antes atesoraron la luz que otros perdieron. Semeja la desesperanza de los desesperanzados la parábola de las diez vírgenes (Mt. 25, 1-13), cinco necias y cinco prudentes, que salieron al encuentro del novio. Las necias no se proveyeron de aceite al tomar sus lámparas; las prudentes, en cambio, llenaron de aceite sus alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. A media noche, se oyó un grito: ¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro! Y las necias dijeron a las prudentes: dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan. Las prudentes replicaron: no, no sea que no alcance para nosotras; es mejor que vayáis por donde los vendedores y os lo compréis. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él respondió: en verdad os digo que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora…
Como de la luz que derrochamos, sin atesorar, para cuando falte; como el decrecimiento de la esperanza, perdida la fe en los malvados hombres que nos regalan cada día desesperanza, en lugar de la luz de vida que les fuere dada.

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