No ha amanecido aún en la ciudad. Salgo de casa muy temprano
para pasear a las horas en que se pudiere. En estos días calurosos, los más,
del estío, apenas se puede salir de casa si no caminares por la sombra. Llevares una
gorrita, como los hombres de pueblo y las mujeres, sombreros de paja, para
resguardarte la cabeza del sol, de trecho en trecho. Es pieza obligada el
sombrero o la gorra en verano; como la chapela y la boina de los ruralitas, o
el bombín o borsalino, de todo tiempo, que llevan las mujeres bolivianas, y que
lucieren con el mismo garbo que sus amplias faldas de vuelo...; pero escribía
sobre los gallos en la ciudad. No los hubiere visto más que en alguna
torre de catedrales, iglesias o casas nobles, que coronaren sus veletas con un
gallo para simbolizar las tres negaciones de san Pedro a Cristo; o, en el pueblo, para despertarnos
e invitarnos a las alabanzas desde la medianoche, y porque su canto anuncia la
salida del Sol; o para atraer a las hembras y espantar al resto. "En menos
que canta un gallo" recuerda no solo las negaciones de Pedro anunciadas
por el Maestro y, en el mismo momento, cantare un gallo para recordárselo.
Es de
noche aún. Las luces de la ciudad guían mis pasos por los amplios acerados que,
a estas horas, tan solo acogen a algún hombre que pasea a sus perros; y a
quienes salieren de guardia o entraren de servicio. De pronto, entre el
silencio de la madrugada alta, los aspersores saltan para regar el seco césped
de los jardines desde la jornada anterior. Se han apagado las luces. Voy hasta
un confín de la ciudad, donde esta se mezcla con casas y naves industriales.
Acogen estas pequeñas casas de las afueras un pequeño rebaño de gallinas
porque, de entre ellas, oigo un sonido que ya creía olvidado: el canto del
gallo: ¡Ki-ki-ri-kí! Y uno tras otro nos indican el amanecer, y despertaren
quizás a vecinos que durmieren en las proximidades. ¡Gallos en la ciudad!,
cuando tan solo hubiere visto a los de veleta movidos por el viento...
Hace años,
en solares por edificar, muy cerca de casa, podía oír los campanillos de las
ovejas que pastaren en el descampado; pero ya hace tiempo que hubieren
desaparecido las cuadras, pegadas a las casas, en la ciudad, incluso en los
pueblos; más aún el pastoreo. No se ha perdido en el casco urbano de estos el
canto del gallo; sí en la ciudad; pero bastare salir a sus confines para
escucharlo de nuevo. Las gallinas siguen en casa, a buen recaudo, como
antiguamente los mulos y los asnos de carga. Azorín decía que los gallos pertenecen
a labradores pobres, de quienes fueren su orgullo, como "los ricos que
tengan cotorras, periquitos y otros avechuchos raros y ridículos".
Ha
merecido la pena despertar antes del alba para oír de nuevo el canto del gallo
en la ciudad. Nos recuerda lo que tanto nos evoca, porque otros hubiere que
todos los días nos dieren en la cresta, como si fuéremos nosotros los que
negáramos, como Pedro, lo que antes ellos hubieren prometido. "Ki-ki-ri-kí!",
nos recuerdan los gallos al pasar, con más brío y limpieza que los otros gallos,
que nunca fueren tales, por lo que
emitieren en sus proclamas, sino gallináceas, pero que no nos dieren como
aquellas ni los huevos de los que carecieren ni lucieren en sus arcos del triunfo,
como los gallos de veleta. "Ki-ki-ri-kí", nos saludan los gallos de
Cáceres al pasar...
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