sábado, 17 de agosto de 2013

GALLOS EN LA CIUDAD

           No ha amanecido aún en la ciudad. Salgo de casa muy temprano para pasear a las horas en que se pudiere. En estos días calurosos, los más, del estío, apenas se puede salir de casa si no caminares por la sombra. Llevares una gorrita, como los hombres de pueblo y las mujeres, sombreros de paja, para resguardarte la cabeza del sol, de trecho en trecho. Es pieza obligada el sombrero o la gorra en verano; como la chapela y la boina de los ruralitas, o el bombín o borsalino, de todo tiempo, que llevan las mujeres bolivianas, y que lucieren con el mismo garbo que sus amplias faldas de vuelo...; pero escribía sobre los gallos en la ciudad. No los hubiere visto más que en alguna torre de catedrales, iglesias o casas nobles, que coronaren sus veletas con un gallo para simbolizar las tres negaciones de san Pedro a Cristo; o, en el pueblo, para despertarnos e invitarnos a las alabanzas desde la medianoche, y porque su canto anuncia la salida del Sol; o para atraer a las hembras y espantar al resto. "En menos que canta un gallo" recuerda no solo las negaciones de Pedro anunciadas por el Maestro y, en el mismo momento, cantare un gallo para recordárselo.
 
              Es de noche aún. Las luces de la ciudad guían mis pasos por los amplios acerados que, a estas horas, tan solo acogen a algún hombre que pasea a sus perros; y a quienes salieren de guardia o entraren de servicio. De pronto, entre el silencio de la madrugada alta, los aspersores saltan para regar el seco césped de los jardines desde la jornada anterior. Se han apagado las luces. Voy hasta un confín de la ciudad, donde esta se mezcla con casas y naves industriales. Acogen estas pequeñas casas de las afueras un pequeño rebaño de gallinas porque, de entre ellas, oigo un sonido que ya creía olvidado: el canto del gallo: ¡Ki-ki-ri-kí! Y uno tras otro nos indican el amanecer, y despertaren quizás a vecinos que durmieren en las proximidades. ¡Gallos en la ciudad!, cuando tan solo hubiere visto a los de veleta movidos por el viento...
              Hace años, en solares por edificar, muy cerca de casa, podía oír los campanillos de las ovejas que pastaren en el descampado; pero ya hace tiempo que hubieren desaparecido las cuadras, pegadas a las casas, en la ciudad, incluso en los pueblos; más aún el pastoreo. No se ha perdido en el casco urbano de estos el canto del gallo; sí en la ciudad; pero bastare salir a sus confines para escucharlo de nuevo. Las gallinas siguen en casa, a buen recaudo, como antiguamente los mulos y los asnos de carga. Azorín decía que los gallos pertenecen a labradores pobres, de quienes fueren su orgullo, como "los ricos que tengan cotorras, periquitos y otros avechuchos raros y ridículos".
 

              Ha merecido la pena despertar antes del alba para oír de nuevo el canto del gallo en la ciudad. Nos recuerda lo que tanto nos evoca, porque otros hubiere que todos los días nos dieren en la cresta, como si fuéremos nosotros los que negáramos, como Pedro, lo que antes ellos hubieren prometido. "Ki-ki-ri-kí!", nos recuerdan los gallos al pasar, con más brío y limpieza que los otros gallos, que nunca fueren tales,  por lo que emitieren en sus proclamas, sino gallináceas, pero que no nos dieren como aquellas ni los huevos de los que carecieren ni lucieren en sus arcos del triunfo, como los gallos de veleta. "Ki-ki-ri-kí", nos saludan los gallos de Cáceres al pasar...

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