sábado, 14 de febrero de 2015

LOS AMORES PERDIDOS

 
           El amor se halla, no se busca; el amor se encuentra, no lo buscamos; el amor es un deseo, un anhelo, una esperanza, una ilusión, la luz encendida que no apaga la vida. Hay amores que engarzan esta como eslabones para no morir; otros hubiere perdidos en el espacio sideral de la voluntad: amores platónicos no correspondidos o imposibles; amores idos porque no hallaren el nexo común que les uniere. El banquete del amor de Platón está, empero, abierto a todos: el amor nos impulsa a conocer la belleza encontrada, física generalmente en los inicios; se compenetra en la belleza espiritual del alma, la que no se ve, pero intuimos; prosigue en las vivencias que nos unen (intelectuales, de costumbres, sociales...); culmina en la pasión pura, desinteresada, de la belleza por la belleza misma, incorruptible, aun tras la muerte. No muere el ideal del amor platónico, el inalcanzable amor finito en la temporalidad mundana, sino aquel que busca eternamente la trascedente esencia de la belleza espiritual de la alianza perfecta. La belleza no reside tanto en el cuerpo como en el alma. La física puede unir, pero no religa el amor de los amantes para siempre. La belleza del cuerpo es insignificante ante la belleza del alma.
          En su primera encíclica "Deus caritas est" (Dios es amor), el papa emérito Benedicto XVI habla del amor de Dios y de sus derivaciones: Jesús une el amor a Dios con el amor al prójimo y "puesto que fue Dios quien nos ha amado primero, ahora el amor no es ya un solo mandamiento, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro." Hay muchos amores (a la patria, al trabajo, el amor entre amigos, entre padres e hijos...), recuerda Benedicto XVI; pero "el arquetipo por excelencia es el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible", ante la cual palidecen todos los demás tipos de amor...
          Frisamos el amor de Dios como origen de todos los amores (¡por el amor de Dios...!), pero olvidamos la respuesta a su amor (¡Dios mío...!). Sobreviene, entonces, el desamparo del amor, los amores perdidos, separados, aun unidos por el vínculo del amor. Un padre separado no olvidará nunca a su hija, ni la hija a su padre, aunque los amores perdidos unan sus fuerzas para arrebatarles su amor. Los hijos necesitan el amor de sus padres, como ellos lo hubieren para tenerlos. No solo eso: la manifestación del amor principia en la convivencia del respeto y la entrega y sigue por esta otra necesidad de complacencia. "No me besas, papá: siempre tengo que ser yo...", los besos y caricias como expresión del amor en la vía eterna sin estación final... ("¡No me abandones, por Dios..."), como en los versos de Jaime Sabines:
          "Cabellera del aire desvelado,
          río de noche, platanar oscuro,
          colmena ciega, amor desenterrado,
 
          voy a seguir tus pasos hacia arriba,
          de tus pies a tu muslo y tu costado."
 
 

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