domingo, 14 de noviembre de 2010

“PAPÁ: QUIERO SER CAMPESINO EN EXTREMADURA”

No ha llegado aún el alba cuando Carlos enciende la chimenea de su casa: unos palos delgados de la poda de los olivos y otros más gruesos palos de encina. La luz ilumina la estancia de esta humilde casa de pueblo extremeño, donde nadie tiene mucho y todos tienen algo. En silencio, para no despertar a su compañera e hijos, este humilde campesino lee los correos de amigos, compañeros y camaradas que le cuentan sus afanes de lucha diaria, que comparten con él sentimientos y pensamientos, porque saben que les entiende y que les responderá con la sabiduría que atesoran los hombres que viven de la naturaleza, que nada desean saber de los mercados ni de las trampas que les tejen como telas de araña.

Mientras acaricia a su perrita, que pronto parirá cachorritos, piensa en estos hombres y mujeres preocupados por el futuro de sus hijos, en el dinero que no atesoran, en el préstamo que no hubieren ni necesitaren, porque su tierra les da vida. Huye de la televisión, porque no desea que le confundan el pensamiento de libertad que aún navega por sus venas, tan hermosa como su trabajo sencillo, tan feliz al ver cómo crece la planta para alimentar a su familia.

También este hombre de pueblo, que quisiere para sí que su cuerpo fuere tras su muerte semilla de eternidad o estiércol para una rosa, está preocupado por el futuro de su hijo, que no desea la educación convencional. Quiere ser libre, como las aves y animales del campo; desea seguir la estela de su padre, a quien le inquieta: “Papá: quiero ser campesino, como tú.” Quizá no hubiere oído nunca estas palabras, ni las esperare de su hijo. Con su edad, tampoco él se hubiere planteado el futuro porque, a la sombra de su padre y de los sabios del pueblo, creció en un ambiente de libertad y trabajo, que no necesitare otro interés que el producto de la tierra labrada con amor.

No se atreverá a contradecir a su hijo, indicándole otro futuro que más le enorgulleciere. Hubiere oído a sus mayores decir en alguna ocasión: “Hijo, tienes que labrarte un porvenir…” Y cuál mejor que la tierra donde habita que le diere la suficiente libertad, trabajo y frutos para vivir con poco, pero con dignidad. Ha visto a su padre trabajar sin desmayo, desde el alba hasta la anochecida, labrar la tierra para llevarles alimentos a casa, como las aves del cielo a sus crías; le ha visto descansar cuando estaba cansado; conversar con su familia y los vecinos como no se hiciere ya en la ciudad. No atesora dinero en los bancos, porque ni falta le hiciere, sino en su corazón. Su vida no figura en la etiqueta de los productos que cosecha, ni su sudor, ni sus muchas horas de trabajo.

Reflexiona sobre el consumismo desmedido que ahoga a hombres y mujeres y sobre los deseos de su hijo. Escucha a John Lennon en su “Imagine” y se deja llevar por un sueño que rompería fronteras y uniría a los hombres y mujeres de buena voluntad.

“Imagina que no hay posesiones
Quisiera saber si puedes
Sin necesidad de gula o hambre
Una hermandad de hombres
Imagínate a toda la gente
Compartiendo el mundo.”

En breve, el alba llamará a su puerta. Toma un café de puchero y una rebanada de pan con aceite. Su perrita posa sus piernas sobre sus rodillas, a la espera. No necesitará aquí correa para que ella pasee feliz, al lado de su amo, por los caminos helados del otoño. Observa los prados vacíos, cercados por paredes de piedra que delimitan la pequeña propiedad levantada por sus abuelos. Le satisface ver ese paisaje donde sus vecinos todos hubieren una viña, un olivar, una suerte de encinas. Se ve a sí mismo rico el campesino porque hubiere dos “nóminas”: su trabajo y el silvestre que le brinda la madre naturaleza. Y ahora se para un instante; la perrita le mira y se agarra a sus pantalones para darle su apoyo. Piensa en las palabras de su hijo, inéditas en el mundo exterior: “Papá: quiero ser campesino, como tú.” Huele a tierra mojada y a hogueras encendidas en el pueblo. Su alma se enciende con el cambio de colores de la naturaleza, que apelan al ciclo de la bondad productiva. El otoño es mágico en el Ambroz y en estas tierras de Granadilla, donde la vida transcurre plácida, amorosa, vívida y vivida a cada instante.

No hubiere más libertad ni paz en Extremadura que en sus pequeños pueblos solidarios, aún humanos y felices, con sus servicios mínimos imprescindibles, y con el pacto sin firma de la solidaridad de sus hombres y mujeres. “Aprenderás junto a mí, hijo, el oficio, como yo lo aprendí de tu abuelo. Respeta y cuida a la naturaleza y a los animales, que ellos te darán lo que no encontrares en otro lugar. Ama a tu familia como a ti mismo, y serás feliz en este paraíso en el que viste la luz…”

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