En su última novela, “El rostro de luz. El icono perdido de Guadalupe” [1] , el doctor en Historia del Arte, académico correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes y cronista oficial de Trujillo, José Antonio Ramos Rubio, se adentra en la Historia para novelar el origen del culto a la Virgen de Guadalupe en Extremadura, junto al descubrimiento de las reliquias de san Fulgencio y santa Florentina y la imagen primigenia de la patrona de la región en un cuadro de origen bizantino, convertido en el primer símbolo del culto a la Virgen.
En el año 711, las huestes del líder musulmán Tariq ibn Ziyad avanzaban con ímpetu imparable. Dentro de la catedral de Sevilla, un grupo de monjes temía no solo por sus vidas, sino por la pérdida de los tesoros más sagrados de la ciudad: el icono de la Virgen María, regalo del papa san Gregorio Magno a Isidoro, obispo de la sede, y el arca que contenía los restos de san Fulgencio, obispo de Écija, y santa Florentina, ambos mártires de la fe y hermanos del prelado y su predecesor Leandro. Sacaron del arca los restos de los hermanos santos, que envolvieron en mantos de lino, y el icono de la Virgen. Los monjes recogieron los objetos más sagrados de su orden y decidieron atravesar los territorios que pocos se atrevían: el crudo corazón de Extremadura. Llegaron a las Villuercas, el último vestigio de la España olvidada y a la pequeña población de Berzocana (Cáceres), una aldea que parecía postergada por el tiempo. Allí, los monjes enterraron las reliquias: el icono, los cálices y las reliquias de los santos hermanos.
Pasaron los siglos… Un día, un labriego de la región, Gil Cordero, natural de Cáceres, labraba la tierra con su azada, cuando el metal golpeó una roca. No era una piedra, sino un cofre pequeño, casi olvidado por el paso del tiempo. Cuando lo abrió, halló una serie de objetos sagrados, bañados en polvo y, en el interior del arca, un escrito que decía: “Estos son los restos fúnebres de san Fulgencio y santa Florentina, así como objetos de valor procedentes de la catedral de Sevilla y el icono que el obispo Isidoro guardaba con recelo y veneraba cada día.” Sin comprender la magnitud de su hallazgo, decidió llevarlo a la pequeña iglesia de santa María, en Berzocana. Allí, el sacerdote que las recibió, estaba seguro de que aquellas reliquias pertenecían a los monjes que habían huido de Sevilla durante la invasión musulmana hace muchos años. Entonces, Gil se dio cuenta de que algo más valioso había quedado a su disposición: el icono sagrado, que no entregó en la iglesia.
El ermitaño vivía con su mujer y sus hijos en una cabaña, situada en un paraje aislado y apartado cerca de Berzocana. En ese contexto comenzó a levantar una capilla para el icono sagrado. Comenzaron a acudir aldeanos atraídos por la fama del icono. Los visitantes oraban con fervor y muchos caían en éxtasis. Una noche, el icono comenzó a brillar. El invierno había llegado a las Villuercas con su manto de niebla y frío. Fernando IV, rey de Castilla, conocido por su pasión por la caza, se desvió del sendero conocido, atraído por los susurros de los cazadores locales sobre la capilla construida a orillas del río. Gil, cuando vio entrar al rey, le dijo: Majestad, bienvenido a la casa del sagrado icono. Es un legado antiguo. Lo encontré hace muchos años enterrado en la tierra. Yo solo soy un humilde guardián. Algunos dicen que puede conceder milagros; otros, que solo brinda la protección de los cielos. El rey, que había pasado antes por la iglesia de Berzocana, preguntó a Gil Cordero quiénes fueron los santos cuyos restos había encontrado.
Este encuentro entre Fernando IV y Gil Cordero marcó un punto crucial en la historia. El 7 de septiembre de 1312 fallecía el rey. Su hijo, Alfonso XI, tenía 12 años, Su madre, María de Molina, tomaría las riendas del reino y desempeñaría el papel de regente durante sus primeros años de reinado. Su figura se mantuvo fuerte hasta su fallecimiento en Valladolid en 1321 y con ello abrió el camino a Alfonso XI. Conocido por su afición a la caza, encontró en las Villuercas un refugio en el que no solo se dedicaba a perseguir ciervos, jabalíes y osos, sino también a fortalecer su imagen como monarca protector de las tradiciones religiosas. El rey había oído hablar a su padre de la mucha devoción que las gentes tenían en este santo lugar e iglesia de Guadalupe, donde hay un icono de Nuestra Señora, y de los muchos y grandes milagros que tenía por bien de obrar. El ermitaño, al reconocer al monarca, lo recibió con humildad y respeto, invitándole a ingresar en la capilla. Aquel encuentro de 1327 con la capilla de Gil Cordero dejó una huella profunda en la vida de Alfonso XI, quien puso todo su empeño en construir una iglesia mayor, cuyas obras comenzaron en 1330 y terminaron antes de finalizar el año 1336.
Uno de los momentos más decisivos de su reinado ocurrió en 1340, durante la histórica batalla del Salado, entre las fuerzas cristianas y el ejército musulmán. Su victoria no solo consolidó su poder, sino que también selló su relación con la Virgen de Guadalupe, que se convertiría en una figura central de su devoción y política religiosa. Alfonso XI mandó construir una nueva y más majestuosa iglesia, que se convertiría en uno de los grandes lugares de culto de la península.
Gil Cordero no pudo ver cumplido el sueño de construir un gran santuario en honor a la Virgen de Guadalupe. Cuando ya había terminado la construcción del santuario, en 1338, fallece. El rey mandó que fuera enterrado en una hermosa sepultura en la capilla mayor del santuario. La placa dice: “Aquí yace D. Gil de Santa María de Guadalupe, a quien se apareció esta Sma. Ymagen. Fue natur. de la Villa de Cáceres.”
En una de sus visitas para inspeccionar el avance de las obras del santuario, el monarca hizo traer consigo una imagen de Nuestra Señora, de clara filiación románica, procedente de los talleres escultóricos leoneses, una representación de la Virgen con el Niño, obra de finales del XII. La incorporación de la escultura románica leonesa al santuario no solo tuvo implicaciones simbólicas y teológicas, sino también prácticas y culturales. El icono sagrado que originalmente suscitó la devoción popular en el entorno del río Guadalupejo presentaba un notable deterioro material en el momento de consolidación del culto bajo el patrocinio regio. Sin embargo, no se conserva documentación oficial que aclare el destino final del icono primigenio. La sustitución del icono por una imagen románica marcó un cambio cualitativo en la estructura del culto a la Virgen de Guadalupe. Su culto se expandiría rápidamente a todo el ámbito ibérico e indiano.
La devoción a san Fulgencio y santa Florentina no disminuía con los años. En Berzocana, las reliquias seguían siendo un faro de esperanza, iluminando a todos aquellos que buscaban consuelo en un mundo que a veces parecía olvidarse de las pequeñas comunidades aisladas en las montañas.
[1] Vid.: Ramos
Rubio, José Antonio: El rostro de luz. El icono perdido de Guadalupe, TAU Editores, primera edición, Cáceres, 2025, 156 págs.

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